Piel. Piel blanca o morena, o enrojecida por mil causas. Piel fría o caliente. Seca o sudorosa, húmeda de deseo o de nervios. Piel en calma o erizada de emoción, de miedo, nervios o de frío...
Capa que envuelve nuestras miserias, nuestro interior más vulnerable, que preserva la vida de los ataques externos sin recibir por ello ninguna alabanza. Muralla flexible que oculta las feas entrañas pero que delata nuestras emociones y deseos más íntimos con un solo cambio de color, inundada de sangre, avergonzada.
Piel... Mi piel, que se altera cuando me rozas un instante, que se humedece al imaginar un beso tuyo y se sonroja al escucharte, que tiembla con el solo tacto inocente de tu mano, que espera ansiosa tu leve contacto. Y tu te haces esperar, canalla. Me provocas acercándote unos centímetros pero sin tocarme, reculando antes de llegar a toparte con mi cuerpo, sin dar ese gusto a mi dermis que espera ansiosa, que te llama en silencio. Hasta ese momento en que sin querer, o queriendo, tu mano toca un segundo la mía.
Piel que arrugará el paso del tiempo, que cederá a la fuerza de la gravedad y marchitará como una flor en otoño pero que conservará hasta el final de sus días el recuerdo de tu tacto impreso en ella, que mantendrá una memoria dérmica de tu huella vital y cambiará de color cada vez que recuerde ese instante.
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