Tengo miedo. Miedo a desearte, a querer acariciar tu piel con mis manos y notar tu tensión de incomodidad. A querer besarte por todas partes y decirte cosas hermosas y que construyas un muro de indiferencia a tu alrededor para no dejarme entrar en él. Tengo miedo a querer quitar tu coraza y que tu solo quieras quitarme la ropa.
A desnudarme para ti, no solo de cuerpo sino de alma, y que tú no veas más allá de una piel desnuda y unas piernas en las que meterte.
Miedo a implicarme en una relación con un folecón que salta de un lado a otro, de una casa a otra, gastando bromas, tomando el pelo a sus habitantes, bebiendo y comiendo lo que encuentra a su paso para seguir su huida continua, para no pararse a pensar... ni a sentir.
Tengo miedo a ser carne, nada más, y no emoción.
Pero a pesar del miedo, soy valiente. O lo intento. Quiero seguir deseándote, seguir creyendo que mereces la pena. Seguir queriendo acariciarte hasta que tu mástil se yerga de deseo, hasta que me desnudes y entres y me veas completa, como soy, con mis miedos. Sin ser fuerte como crees, pero siendo valiente. Arriesgándome a que huyas sin previo aviso y me quede sin saber con quién estuve realmente. Arriesgándome a ser persona que vive, y no muerto viviente.
Y si pierdo la batalla por hacerte huir cuando no eres mi enemigo, al menos me quedará la satisfacción de pensar que lo intenté, que no fui una cobarde. Que me arriesgué a intentarlo a pesar de las señales que me dicen que tengo la batalla perdida.
Y pensaré que nuestros encuentros fueron escaramuzas de dos náufragos que quisieron nadar desnudos, juntos, durante un rato, hacia una isla desierta en la que ahora me encuentro yo.